El pobre loco
Todavía no era mediodía. Pedro Ramín, un joven psiquiatra que colaboraba con la ONG Mentes de Cristal, estaba frente a la puerta de la vivie...
Todavía no era mediodía. Pedro Ramín, un joven psiquiatra que colaboraba con la ONG Mentes de Cristal, estaba frente a la puerta de la vivienda adosada en la que vivía Pepe, un hombre mayor que vivía solo y al que todos conocían en el barrio. Llegó unos cinco años atrás, pero no se relacionaba mucho con sus vecinos. Saludaba cortésmente, charlaba de forma ligera sobre algún tema de actualidad cuando tomaba café en la barra del bar e intercambiaba algunas palabras con las dependientas de las tiendas y el supermercado. Poco más.
La semana anterior, en el bar, lo oyeron hablar solo, dirigiéndose a un montón de papeles viejos sobre la barra a los que les susurraba algo y les soltaba alguna sonrisa malévola y alguna amenaza. Y una palabra salió de su boca: alzheimer. Entonces, Manolo, el camarero, comentó lo sucedido y otros comportamientos extraños anteriores con una de las voluntarias de Mentes de Cristal, que tenía la sede en el local contiguo al bar. Sabía que Pepe vivía solo y quizá necesitaba la ayuda de profesionales. Ellos podrían incluso buscarle una residencia pública si el psiquiatra le diagnosticaba una enfermedad mental que hiciera aconsejable su ingreso y tutela. Y el psiquiatra designado fue Pedro.
- Pase, le estaba esperando. Me llamaron ayer y me dijeron que pasaría usted esta mañana. Perdona, ¿puedo tutearte? Es que eres muy joven.
- Claro – contestó Pedro.
- A mí también puedes tutearme, no te dejes intimidar por mi aspecto. Bueno… ¿Y qué te trae por aquí, Pedro? Necesitáis algún tipo de colaboración económica.
- No – Pedro sabía que tenía que presentarse como profesional y explicar con normalidad por qué lo había visitado - Soy psiquiatra y he venido para hacerle… Perdón, para hacerte unas preguntas y valorar tu estado de salud mental.
- ¿Y eso? – preguntó extrañado.
-Alguien nos avisó porque tuvo ust… Tuviste algún comportamiento extraño que preocupó a esa persona y pensó que, si lo necesitas, podríamos ayudarte.
- ¡Por Dios! Claro que sí. ¿Qué es lo que hice? – preguntó realmente preocupado.
- Mejor vamos a seguir con unas preguntas protocolarias – respondió Pedro mientras sacaba unos papeles de su carpeta.
Hasta ese momento no había reparado en la extraña decoración de la casa. Todo estaba muy recargado de objetos, de muy diferente procedencia. Muchos papeles escritos, esculturas, baratijas, mapas, ropas, telas, muebles, objetos colgados del techo. “Posible síndrome de Diógenes”, apuntó en sus papeles. Pero la casa no olía mal y todo estaba colocado con un aparente orden indescifrable. “Quizá compensado con un trastorno compulsivo por ordenar las cosas”, continuó escribiendo cuando vio varios montones de cartas en una mesa, todos perfectamente alineados y, a primera vista, con el mismo número de ejemplares en cada montón.
- Ven, acompáñame a la cocina, vamos a tomar un té mientras me haces esas preguntas – sugirió el viejo.
Su cara era de preocupación. Últimamente olvidaba algunas cosas y le asustaba que hubiera otras cosas de las que él no se diera cuenta. Pedro le siguió, observando su andar torpe y atropellado de pequeños pasos. De repente, algo llamó su atención.
- ¿Qué es eso de ahí?
- ¿Eso? Son palabras movedizas – respondió-. Las tengo en esa enorme pila que funciona como un decantador.
Había palabras talladas en madera, palabras escritas en cartulinas, palabras formadas con finos alambres doblados, palabras rayadas en cristales… Montones y montones de palabras.
- ¿Como un decantador? - preguntó Pedro.
- Sí, las palabras y frases que ya no uso van cayendo al fondo. Se aburren de mí, poco a poco se hunden y ya cada vez es más difícil que vuelvan a la superficie – dijo mientras entraba en la cocina.
Pedro quedó un poco contrariado por el comentario, así que aprovechó que se había quedado solo en el salón para meter la mano en la pila y sacar del fondo cuatro palabras encadenadas: “Te echo de menos”.
Se dirigió a la cocina un poco confundido.
- ¿Bueno, qué necesitas preguntarme? – dijo Pepe mientras esperaba a que rompiese a hervir el agua que había echado en un viejo cazo metálico de color teja, como el que tenían todas las abuelas cuando éramos niños.
- A ver… - Pedro leía sus papeles – ¿Ha sentido últimamente…? No, espera. Antes de hacer el cuestionario, tengo curiosidad por algo. Esas cartas de la mesa… Alguien nos dijo que te escribes cartas a ti mismo.
- Sí.
- Pero, ¿son cartas que Pepe le escribe a Pepe? - Pedro intentaba averiguar si el viejo tenía un problema de personalidad múltiple.
- Claro.
- Si no es mucho preguntar, ¿sobre qué te escribes?
- Las cosas que me pasan durante el día, recuerdos, reflexiones… Lo que le escribiría a cualquier amigo.
- ¿Y por qué no escribes un diario y te ahorras el dinero en sellos y esperar a recibir cada carta?
- Te contaré algo - empezó a verter el té humeante en una taza - Yo tenía un amigo en Barcelona, se llamaba Françoise Bauduin, un tipo al que conocí en durante la Guerra Civil. Se vino desde Montepellier para ayudar al bando republicano. Estaba con Durruti y luchó en las batallas del Cerro Garabitas. Se supone que pertenecíamos a bandos contrarios porque mi familia, republicana precisamente no era. Pero acabamos haciéndonos amigos cuando lo ayudé a esconderse de unos soldados que lo habrían matado allí mismo. Acabada la guerra, se quedó en Madrid en una suerte de resistencia al Régimen, viviendo de forma clandestina y teniendo que huir con frecuencia. Me contó muchas historias del frente, de cómo tiritaban de miedo, de cómo lloraban cuando perdían a algún compañero y de cómo sufrían la extraña sensación de derrota humana cuando veían a enemigos muertos. Tuvo que marcharse de Madrid, y acabó entre Barcelona y Montpellier. Cuando todo se tranquilizó, por decirlo de alguna forma, ambos tuvimos la suerte de seguir vivos y en libertad, pero cada uno tomó su camino y estuvimos mucho tiempo sin saber el uno del otro hasta que, hace unos años, se organizó un encuentro en la Puerta del Sol y volvimos a encontrarnos. Desde entonces, hemos mantenido una relación epistolar, una carta cada dos semanas, más o menos. Pero hace más o menos un año, Françoise falleció.
Pedro pensó que, quizás, la muerte de su amigo fue traumática para Pepe, lo que pudo desencadenar un mecanismo de defensa y de negación de la realidad, de forma que las cartas que se escribía a sí mismo eran un rechazo a la pérdida sufrida. Pero pronto descubrió la realidad, que era mucho más prosaica y funcional.
- El hecho de haber estado recibiendo una carta de Françoise cada dos semanas permitió que entablara una nueva amistad con Mateo, el cartero – continuó Pepe – Siempre se las apañaba para que la mía fuese la última entrega y, así, pasar un rato y charlar. La muerte de Françoise podría suponer la muerte de la relación entre Mateo y yo, porque no nos hemos visto nunca fuera de esta casa. A veces, las cosas sólo funcionan en determinadas circunstancias, ¿no crees?
Pedro asintió con leve movimiento de cabeza.
- Así que empecé a escribirme las cartas y las entregas de Mateo continuaron periódicamente. Pongo siempre mi nombre en el remite, pero Mateo nunca me ha preguntado qué es lo que estoy haciendo. Él sabe por qué me escribo las cartas y también que yo intuyo que él lo sabe, pero aceptamos un silencio que mantiene tenso el cable para que el equilibrio de nuestra relación no se tambalee. Tras la muerte de Françoise podría no haber hecho nada, y esperar sentado a ver qué pasaba, o decirle a Mateo que viniese a mi casa los jueves por la tarde, por ejemplo. Pero, ¿por qué cambiar las cosas que están bien? Lo que hay que cambiar son las cosas que no nos gustan.
A Pedro le estaba fascinando aquella conversación, así que se decidió a peguntar - ¿Y has cambiado algo que no te gustase en tu vida?
- Muchas veces. La más gorda me costó un buen disgusto. Yo acababa de licenciarme en Derecho…
- ¿Eres abogado? – interrumpió Pedro.
- Sí, pero ejercí muy poco. De hecho, sólo defendí a un cliente.
- ¿Por qué?
- Porque la Justicia no existe, sólo existen las leyes. Puedes ir a la cárcel por robar una gallina, pero pueden ponerte sólo una multa si defraudas millones de pesetas, que también es robar. No estaba dispuesto a pasarme la vida viendo cosas así, por eso decidí hacer algo que fuese muy aséptico en la relación con los clientes. Me preparé las oposiciones a notario.
- ¿Es usted notario? – la noticia hizo que volviera a tratarlo de usted.
- Bueno, aunque aprobé las oposiciones con el número dos, no llegué a tomar posesión de mi puesto.
Pedro pensó en alguna romántica historia de amor que llevó a Pepe a romper con todo. Y así fue. Pero no una historia de amor al uso, sino una historia de amor consigo mismo.
- Estudié muchísimo. Para sacar las oposiciones vino bien que mi tío, el Marqués de Baltanás, fuese en aquella época el Director General del Registro y Notariado.
- Siempre es bueno tener un enchufe.
- No, si no habló por mí, pese a poder hacerlo. Era un hombre con mucho carácter, cuando se enteró de que iba a opositar me dijo que me quitaría la piel a tiras si lo dejaba en ridículo, y eso ayuda bastante para estudiar con ganas.
- ¿Y por qué no llegó a aceptar su plaza?
- Los que habíamos aprobado estábamos esperando que se resolvieran un par de alegaciones de otros opositores y que se publicaran las listas definitivas. Yo sabía que tenía la plaza asegurada y que esas alegaciones, en el caso de prosperar, lo único que podrían suponer era una ligera variación en la posición en el listado de aprobados. Así que decidí despejarme y me dediqué a pasear a diario y reflexionar. No andaba muy convencido de meterme en un oscuro despacho a leer escrituras, hacer poderes y cosas tan poco gratificantes.
- Bueno, pero ya se sabe que los notarios ganan un buen dinero.
El anciano se recompuso en su silla, miró al joven psiquiatra extrañado e incluso con cierto desprecio, y le preguntó:
- Unas diez horas al día de trabajo, cinco días a la semana, haciendo algo que no te gusta. ¿Cambiarías parte de tu vida por dinero?
- A lo mejor pasas tiempo haciendo algo que no te llena, pero el resto del tiempo sería tuyo.
- Yo no quería “el resto” del tiempo. Yo lo quería todo. ¡TODO!
Pedro quedó pensativo.
- No te pongas tan serio, muchacho. Como te contaba, me dediqué tras el examen a pasear y disfrutar de la ciudad. Eso hizo que un día me encontrara con lo que cambió mi vida: El Gran Circo Americano.
- ¡Vamos! No me dirás que cambiaste tu futuro como notario por un circo.
Pepe miró a Pedro serio, casi amenazante. No podría comprender que aquel joven médico fuese tan conformista.
- Mira, cuando era niño tenía la ilusión de trabajar en un circo, pero poco a poco fueron arrinconando esa ilusión con historias sobre ganarse la vida, formar una familia y asegurarse un futuro. Pero, gracias a Dios, las ilusiones siguen latentes. No podría defraudar otra vez al niño que fui, tenía que cumplir su sueño.
- ¿Y qué pasó?
- Pasó lo que tenía que pasar. Cuando uno se encierra para estudiar las oposiciones se le pone cara de persona seria y responsable, así que en el Gran Circo Americano, que en realidad no era americano, sino alemán, pensaron que no habría mejor maestro de ceremonias que yo. Ellos tenían a uno que no sabía español y se limitaba a aprenderse el papel, que recitaba con un acento germano que no se entendía y asustaba a los niños. ¡Fue fantástico! En aquella época el circo llevaba tigres y leones, elefantes, una pantera negra, caballos, papagayos… Y luego estaban los trapecistas que actuaban sin red, los payasos que hacían gracia de verdad, lanzadores de cuchillos, faquires… ¿De vedad piensas que todo eso es peor que rodearse de escrituras de compra-venta y testamentos?
- Supongo que no… ¿Y ha trabajado toda la vida en el circo?
- No, con la Segunda Guerra Mundial, las cosas se pusieron complicadas. Los alemanes se volvieron a Alemania, algunos para combatir tras ser alistados y el circo no continuó.
- Y, ¿cómo le sentó a su familia que renunciase a la plaza de notario?
- Fueron muy comprensivos – respondió irónicamente–, me desheredaron y me retiraron la palabra.
Pedro no supo qué decir, sólo se limitó a pronunciar un “vaya”.
- No te preocupes. Era algo que tenía asumido. Lo único que me dolió fue lo de Guillermito. Guillermito era mi hermano más pequeño, nació cuando yo tenía casi dieciocho años, por lo que para mí era casi como un hijo, y yo, para él, un héroe. Pese a que me habían apartado de la familia, nosotros nos veíamos a escondidas. A la salida del colegio lo acompañaba un rato hasta casa y nos contábamos cosas. Él guardaba el secreto de mis visitas con celo. Estuvimos así, de forma clandestina, varios meses, pero, de la noche a la mañana, le entraron unas fiebres que se lo llevaron en cuestión de semanas. No me avisaron de su enfermedad ni para que pudiera despedirme de él, aunque sé que me llamó entre delirios varias veces. No me avisaron tampoco del funeral, temiendo que se llenara de trapecistas, payasos, equilibristas y lanzadores de cuchillos. ¡Qué deshonra para la familia!
- No creo que esas profesiones sean deshonrosas – respondió Pedro.
-No me refiero esa buena gente, sino a lo que hizo mi familia. Menospreciar los sentimientos de unos miembros de ella.
Hacía rato que Pedro no apuntaba cosas en su libreta y en los cuestionarios que llevaba. Había dejado de ser una visita médica para convertirse en una conversación. Ahora entendía que Mateo hubiese quedado prendado de las historias de Pepe.
- Sentía que no podía quedarme en Madrid después de todo lo que había vivido, así que decidí poner tierra de por medio. Mejor dicho, mar. Porque marché a la Argentina, no sabía muy bien con qué propósito, hasta que conocí a Elena Landowski, la actriz de teatro de la que me enamoré y a la que conseguí enamorar. Era una mujer maravillosa que me hizo sentir que jamás moriría, me olvidé de mi pasado, de mi edad, de mi futuro, porque todo era Elenita. Paró el tiempo, borró las malas noticias y me enseñó el camino de la felicidad, que es el camino que se recorre cada día. Hasta que una mañana, como hacía todos domingos, le llevé el desayuno a la cama. Ese día no tuve que despertarla como de costumbre, ya lo estaba. Me miró a los ojos y me dijo que ya no quería seguir compartiendo su vida conmigo. Quedé petrificado, sujetando la bandeja de panecillos, cafés, mantequilla y mermelada de naranja amarga, intentando encontrar en su mirada la respuesta a un por qué. Pero pasados unos segundos me senté en la cama y le dije “Bueno, vamos a disfrutar de nuestro último desayuno juntos”.
Sin lugar a duda, fue el amor el que me llevó a cruzar el Atlántico.
- No es un final feliz, precisamente.
- Pero, ¿qué os dan de comer a los jóvenes? ¿Crees que por ese final debo despreciar tantos años de amor y felicidad? Los sentimientos no deben regirse por los últimos actos, sino por todo lo que nos llevó hasta ellos. Mi vida fue maravillosa a su lado y eso nunca lo va a cambiar que ella me dejase de amar.
- Pepe. – dijo Pedro de forma directa – He venido porque el camarero del bar al que sueles ir...
- ¿Manolo?
- …Sí, Manolo. Nos dijo que te escuchó hablando sólo, que dijiste algo de alzheimer. Y el hombre se preocupó por ti. Por eso he venido, pero no veo en ti un comportamiento compatible con esa enfermedad.
- ¿Alzheimer? ¡Jajajajaja! Ven, te presentaré a Alzheimer.
Pedro se puso en pie y siguió a Pepe, desconcertado, hasta una chimenea con montañas de ceniza en su hogar.
- Aquí la tienes: te presento a Alzheimer. La llamo así porque es donde quemo mis viejos recuerdos que ya no puedo almacenar. Baratijas, fotos viejas que me producen más nostalgia que alegría, viejos documentos… El fuego los elimina y el tiempo hace su trabajo, poco a poco, al no verlos, los voy olvidando. Y, ¿sabes qué? La vida continúa sin ningún problema.
- ¿Puedes encenderla?
- Claro – Pepe lo hizo sin preguntar para qué.
Cuando el fuego tomó cuerpo, Pedro arrojó los formularios y notas que había ido tomando al iniciar la visita y sentenció – Es el mundo el que está loco.